lunes, 22 de diciembre de 2014

Fantasmadas y cinco ejércitos

Tres películas, ocho horas, siete años siguiendo el tema... Se acabó. Ya he visto El Hobbit: La batalla de los cinco ejércitos y, salvo que alguien se lance con Los hijos de Húrin o alguna otra historia de El Silmarillion (y tiemblo sólo de pensarlo), no volveré a sentarme en la misma sala del mismo cine con la misma gente para ver una película ambientada en la Tierra Media. Pero ¿sabéis qué es lo grave? Que me da igual. La última parte de El Hobbit no ha servido precisamente para dejarme con ganas de más y, de hecho, considero que es bastante más pobre que Un viaje inesperado y que La desolación de Smaug, que no dejé precisamente en buen lugar por aquí. A partir del año que viene, la ocasión de reunirse en el mismo cine, en la misma sala y con la misma gente la darán las secuelas de La guerra de las galaxias, y poco motivo habrá para acordarse de Bilbo.


Nada más empezar, tenemos lo que probablemente sea lo mejor de toda la película: el ataque de Smaug a la ciudad de Esgaroth. El dragón destruye la Ciudad del Lago e innumerables pantallas verdes antes de ser abatido por Bardo con una flecha negra y la ayuda de su hijo, en una escena sorprendentemente corta para lo que es esta saga. Quizá por eso funciona bien, aunque se hace difícil no pensar que, cuando Smaug es tu mejor carta, tal vez convenga aprovecharlo más, darle más frases a Benedict Cumberbatch y no pasarte la mitad de la escena con las tonterías del gobernador malo malísimo y de Alfrid, bufón de la película y, más adelante, madre de Brian. Con el dragón muerto, los enanos que se habían quedado atrás parten para Erebor, no sin antes propiciar una escena romántica extremadamente poco creíble entre Kili y Tauriel, interrumpida por el pagafantas mayor del reino, Legolas, quien al parecer decide que, como no puede quedarse con la chica, en adelante se va a dedicar a sabotear la película. Peter Jackson, por su parte, al ver frustrado su fanservice nanoélfico, lo intenta con las miraditas y la ternura entre Gandalf y Galadriel durante el rescate del mago gris de Dol Guldur por el Concilio Blanco, que les da una buena paliza a los espectros del anillo hasta que aparece Sauron en persona. En una de las decisiones estéticas más extrañas de la trilogía, y uno de los dos momentos decididamente lisérgicos de esta tercera parte, Galadriel recuerda su power-up a base de convertirse en un negativo azulado y poner voz satánica que ya quedaba fatal en El Señor de los Anillos y consigue así expulsar al Nigromante y a sus llamas danzarinas.

Lo irónico es que lo de la Galadriel azul sale en el libro

Mientras tanto, los supervivientes de Esgaroth acampan en las ruinas de Valle y tratan de negociar con Thorin para que les entregue parte del tesoro como pago por sus servicios para poder reconstruir su ciudad, pero el rey de los enanos ha sucumbido a una interpretación muy literal del mal del oro y se ha convertido en un gilipollas integral de la noche a la mañana (además de en un cosplayer de Caballeros del Zodíaco, a juzgar por la corona), por lo que se niega, para decepción del resto de la compañía, que se pasará buena parte del resto de su tiempo en pantalla recordándole que antes molaba. En esto llega Thranduil al mando de los consabidos elfos de Núremberg (inciso: ¿cómo es que los elfos NUNCA sonríen en esta saga? Son todos unos putos autómatas. ¿Se puede tener elfos menos tolkienianos?) y montado en su querido alce hecho por ordenador para redirigir la situación decididamente hacia la guerra por el reparto del botín. En un intento por evitar el derramamiento de sangre, Bilbo se escabulle y les lleva al rey elfo y a Bardo la piedra del arca, el más preciado de los tesoros del pueblo de Durin, con el que Thorin está completamente obsesionado. Sin embargo, las negociaciones no fructifican, ya que Thorin está esperando la llegada de su primo Dáin Pie de Hierro al frente de sus tropas. La batalla es, por tanto, inevitable.

El alce se llama Celeborn

Cuando los elfos van a comenzar su ataque, llega Dáin montado en un cerdo (séh) y los conmina a marcharse. A pesar de su montura y de los colmillitos de su barba, hay que decir que Dáin mola: es un señor enano como dios manda. Sin embargo, cuando se despliegan sus lanceros y el combate va a comenzar, llegan por fin los orcos de Azog, con lo que enanos, elfos y hombres olvidan sus diferencias y se disponen a luchar frente al enemigo común. No obstante, Thorin se niega a salir de Erebor y sólo el segundo momento lisérgico de la película le convence de que debe tomar parte en la batalla para luchar junto a sus parientes. Y en realidad aquí acaba el argumento propiamente dicho; el resto de la película está dedicado a la batalla más caótica y desestructurada que recuerdo haber visto. Resumiendo, se puede decir que los orcos toman casi todo Valle y arrinconan a los enanos, a los que la entrada en razón de Thorin da nuevos bríos para cargar y rechazar al enemigo cuando parecía todo perdido. Para darle el golpe de gracia al ejército orco, un grupo de operaciones especiales enano montado en cabras (séh) y liderado por Thorin en persona sube al puesto de mando de Azog en la Colina de los Cuervos, pero es una trampa: Bolg se aproxima con otro ejército. En la pelea final de rigor, Fili y Kili mueren, Legolas y Tauriel hacen elfadas y Thorin consigue acabar con Azog, pero él mismo es herido de muerte. Por fin, llegan las águilas, termina la batalla, Thorin aprende una lección sobre la amistad y Bilbo regresa a la Comarca, con unas últimas y breves escenas bastante logradas en las que se muestra sutilmente la influencia del anillo, como nexo con la trilogía anterior.

Vaya por delante que esta crítica va a ser la menos objetiva de las tres, o por lo menos la menos justificable. Creo que con las dos anteriores cumplí mi objetivo de tratarlas como películas por sí mismas, no como adaptaciones tolkienianas, y por tanto logré centrarme en aspectos puramente cinematográficos, aunque por supuesto alguna coña sobre el legendarium cayera. Esta va a ser un poco distinta, y no por elección, sino porque La batalla de los cinco ejércitos me suscitó reacciones viscerales e incontrolables que me sacaron completamente de la película a base de reventar por todos lados mi suspensión de la incredulidad. Por supuesto, tiene muchos de los mismos defectos que las dos primeras, y más tarde volveré sobre ellos, pero el factor principal que me impidió disfrutar de la película fue que gran parte de lo que veía me parecía, simple y llanamente, una soberana estupidez.

Me explico. Cuando vi La Comunidad del Anillo en el cine allá por 2001, me pareció algo mágico, increíblemente absorbente y evocador, no por su argumento, ni por sus diálogos, y menos por sus efectos especiales, sino porque lo que estaba viendo era cómo la Tierra Media había cobrado vida. Era una película de fantasía, por supuesto, y los hobbits no eran seres menos fantásticos porque los representaran personas de carne y hueso; pero ese mundo se presentaba como algo muy real, cercano, coherente y, en una palabra, creíble. Por eso mismo lo mejor de la nueva trilogía es el principio, que tiene un tono, una estética y un propósito comparables, y por eso esta última me parece tan floja: porque, en lugar de intentar hacerme creer en lo que me muestra, Jackson me recuerda en cada fotograma que lo que estoy viendo es imposible, mientras que la verosimilitud se sacrifica en el altar de los gráficos por ordenador y las fantasmadas supuestamente guays. Una cosa es aceptar que los elfos tengan una agilidad sobrehumana, y otra muy distinta, que Legolas convierta un derrumbe en un juego de plataformas.

Básicamente

Lo que en la trilogía original eran cosas muy puntuales, aquí es constante: Thranduil decapitando orcos colgados de los cuernos del alce, Legolas suspendido de un murciélago, elfos saltando por encima de un muro de escudos enano que por tanto pierde toda su utilidad al segundo, el cerdo de guerra, enanos cabalgacabras, orcos de plástico y monstruos sacados de 300, orografía estrambótica, acrobacias imposibles, coreografías ridículas, diseños de armas y armaduras absurdos... Cada plano, para mí, era un recordatorio de que no estaba viendo una historia, sino una colección de cosas pretendidamente «molonas» pero, para mi gusto, irrisorias. En esto se ven algunos de los defectos que ya señalé en las dos primeras películas: la excesiva dependencia de los efectos especiales y la saturación de escenas exageradas, con la desensibilización correspondiente; pero esta vez el problema es más profundo. Sin embargo, no creo que en La batalla de los cinco ejércitos haya saturación en el mismo sentido en que empleé esa palabra en mis dos críticas anteriores (es decir, como escenas excesivamente largas cuyo único recurso es la orgía visual y que acaban siendo aburridas), sino que más bien hay un martilleo incesante durante casi toda la película que no me produjo aburrimiento, sino incredulidad. Para mi experiencia personal, el impacto de esta nueva forma del problema fue incluso peor, pero a efectos de calidad cinematográfica es una distinción importante: si esta tercera parte no produce tedio, y si mi reacción (totalmente visceral, como ya he dicho) se debe a que se rebasan mis límites personales ante las fantasmadas, ¿no seré yo el problema?

Soy muy consciente de que, en todo esto, hay no poca hipocresía: ¿son las cabras de los enanos menos creíbles que las águilas o que las arañas gigantes? ¿Los bichos cometierra están necesariamente más fuera de lugar que los murciélagos? ¿Tengo algún criterio aparte de si aparece o no en los escritos de Tolkien para calificar algo de estúpido? Es un tema complicado, por supuesto. La línea entre lo «guay» y la «gilipollez» es muy subjetiva, varía de un espectador a otro y, sin duda, el canon literario juega un papel importante en los casos de las criaturas fantásticas que aparecen en la película y que me hicieron llevarme las manos a la cabeza. Por eso esta crítica es necesariamente floja, muy personal y, quizás, poco generalizable: mi umbral de tolerancia se vio superado muy pronto, lo que me sacó completamente de la película, e imagino que muchos otros espectadores a los que no les guste demasiado la high fantasy moderna pero que se interesen por la historia tendrán una reacción similar a la mía, pero habrá mucha gente a la que las mismas escenas y los mismos elementos no les supongan ningún problema. Y eso está bien.
  
«La segunda punta sólo sirve para que sea más fácil bloquearla»
Si has pensado eso, abstente de ver esta película

Sin embargo, quienes puedan sobreponerse e incluso disfrutar de las fantasmadas todavía tendrán que enfrentarse a otros defectos de la película y de la trilogía en general. El abuso de gráficos por ordenador que ni siquiera están bien hechos y que quedan muy falsos sigue siendo una constante, como ya he dejado caer. Además, asistimos en esta tercera parte al retorno de un problema que la segunda había conseguido evitar más o menos: el tono. Las escenas más solemnes y serias se ven interrumpidas por conejitos tirando del trineo de Radagast o por las payasadas constantes de Alfrid, que, aunque graciosas, acaban siendo cargantes. Sospecho que esto se debe a la desestructuración de la película: al estar casi por completo dedicada a la batalla propiamente dicha, no queda hueco para la comedia convencional, por lo que los toques humorísticos caen donde buenamente puedan. Y es que esa desestructuración que he mencionado varias veces es uno de los mayores defectos de la película, que queda reducida a una concatenación de episodios caóticos en los que no se ofrece una vista general adecuada de lo que está ocurriendo y de dónde está cada personaje. En una escena tan larga, habría estado bien dedicar mucho más tiempo a la lucha en formación, a los soldados enanos, elfos y humanos anónimos, al muro de escudos y las lanzas, ya que esto le habría dado a la batalla una cohesión táctica y narrativa que habría servido como núcleo en torno al cual articular los hechos más o menos independientes de cada grupo de personajes. En su lugar, sólo hay caos. La escaramuza final entre algunos de los héroes y los malos queda así muy desvinculada del resto de la batalla, y no hay más que la más superficial lógica narrativa, pero, a fin de cuentas, «superficial» es un adjetivo que El Hobbit se ha ganado a pulso.

Con el paso del tiempo, dudo mucho que El Hobbit sea recordada como El Señor de los Anillos todavía lo es, a pesar de sus muchos defectos; ni siquiera creo que me vaya a apetecer especialmente volver a verla. En última instancia, el problema principal de esta nueva trilogía, un problema que todo el mundo veía venir, es que hay demasiada poca chicha para tres películas y ocho horas de metraje, lo que lleva a una inflación tremenda de escenas de acción como vil relleno y a una banalización muy seria. Podría haber sido peor, por supuesto, pero no puedo evitar preguntarme qué habría pasado si otro director se hubiera hecho cargo del proyecto cuando este todavía consistía de dos películas. Quizá Ian McKellen no habría llorado, Viggo Mortensen no habría dicho que a Jackson se le va de las manos, Tauriel no habría quedado como un personaje femenino sin valor intrínseco cuyo único cometido es propiciar una trama romántica y yo habría escrito algo muy distinto en mis tres críticas.

Aun así, nos hemos echado unas risas, ¿no?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Totalmente de acuerdo en todo amigo, que gran decepción... La primera bueno, entretenida, la segunda de pena, y esta de los cinco ejércitos, en la que esperaba que mejoraran las cosas, pufff... vaya tela...

Rober dijo...

Jaja, es que pretender que mejoraran las cosas a estas alturas era demasiado optimismo. ¡Gracias por comentar!